El incorregible

Nota publicada en Letra P el 14/2/2021. Foto: Gabriel Cano / Comunicación Senado

Dio tiempo a todo. Para que el periodismo de superficie preparase su epitafio con dignidad y para que Netflix filmara su serie. Para que el juicio sobre su vida y obra no cayera como la guillotina de la Historia y fuera madurando en un lapso en el que las pasiones fuesen quedando atrás y el veredicto resultase más benigno. Para algunos, más certero; para otros, más complaciente.

Carlos Saúl Menem es el nombre de un proceso sin igual desde el regreso de la democracia y genera connotaciones múltiples, en una gran cascada al infinito, producto de un país en contradicción. Sinónimo de una década que todavía respira y perdura, Menem expresa a los argentinos en el choque de corrientes de pensamiento opuestas pero, también, en el punto ciego de la impostura que esconde una conversión en potencia. Sobre él, sin embargo, pueden escribirse algunas máximas difíciles de rebatir que lo distinguen de la mayoría de quienes ejercieron la presidencia. Condujo un proceso que logró gran parte de sus objetivos, se prolongó en el poder como líder indiscutido, hizo reformas estructurales hasta hoy irreversibles, asoció a su proyecto a sectores que estaban destinados a ser sus principales enemigos, rediseñó el Estado en tiempo récord y reformó la Constitución con el apoyo de todo el sistema político. Se subió sin remordimientos a una ola global que lo catapultó a lo más alto y selló un pacto de hierro con Estados Unidos. Ensayó una alianza de clases entre los sectores más poderosos del país y los convidados de piedra a partir de un montaje exitoso, la vaca sagrada de la Convertibilidad, una ficción contable que le dio estabilidad a la Argentina de la turbulencia permanente. Edificó un legado, una memoria y una oposición que se creía sin diferencias. Le dio de comer al periodismo de investigación y le permitió dormir en paz a parte de las almas nobles que se le oponían de manera testimonial, mientras él arrasaba con todo.

Primera conclusión: nadie discute que cambió el país y dejó una huella que lo trascendió. Gobernó para una parte, dejó un tendal de heridos y, en su eclipse, llevó a niveles récord el continente de pobres y desocupados. Su juego no sólo sumó aliados de peso fronteras adentro y afuera; también, ordenó a la política y a la sociedad a partir de contornos que él mismo dibujó. Dejó engordar una liga de gobernadores de alto nivel, creó el monstruo del sindicalismo combativo -hijo del ferrocidio y la contrarrevolución en el transporte-, le dio a la clase media progresista el tesoro blanqueador de conciencias del antimenemismo. Tanto hizo, que cualquier recorte de su figura se revela tan estéril como insuficiente.

El candidato

Hay un primer Menem nacional, que la Historia sólo conserva como prueba de su defección: el gobernador de La Rioja que había estado preso durante la dictadura militar y, que vestido de épica, fue el caudillo las patillas largas que recorrió el país decenas de veces, como nadie lo hizo y -dicen- nadie volvió a hacerlo; ese proceso previo en el que Antonio Cafiero corría con el caballo del comisario y que sus sobrevivientes aún evocan con una imagen: hasta en el último rancho del último pueblito de la Argentina, había alguien que tenía una foto con Menem en la puerta de su casa.

Jorge Yoma se acuerda de dos anécdotas que sirven para entenderlo. Una visita de Menem a Corrientes para visitar la capital provincial y la ciudad de Goya, a 245 kilómetros. Menem estaba con la agenda ajustada y lo esperaban en la última parada, cuando apareció una invitación para visitar Santa Lucía, una pequeña localidad a 25 kilómetros de Goya. Humberto Romero, que más tarde sería su ministro de Defensa a nivel nacional, se oponía a incluir una nueva escala.

-Se va a ir la gente de Goya, Carlos. No hay tiempo -le dijo.

Menem respondió con una pregunta.

-¿Alguna vez fue un presidente?

-No, Carlos, ni los candidatos a gobernador van.

-Yo voy -dijo.

Y fue. Lo esperaban cinco mil personas, en esa época, casi todo el pueblo. Hizo un discurso desde la escalerilla de una avioneta y se fue.

La otra escena es una reunión, a finales de los ochenta en la Casa de La Rioja en Buenos Aires, con Menem, su hermano Eduardo y el diputado nacional Julio Corzo. Entonces, el futuro senador tomó la palabra.

-Escucháme, Carlos. ¿Para qué seguís corriendo en Rally? Si siempre salís último, es un papelón- le dijo Eduardo.

-Ustedes no entienden. Yo no corro para ganar, yo corro para saludar.

Menem paraba en cada curva, donde se juntaba gente para ver pasar la carrera, y se sacaba fotos con espectadores en tránsito hacia su proyecto. De cada lugar se llevaba votos.

Así fue construyéndose esa empatía con la gente que todavía hoy algunos en el peronismo recuerdan con una rara nostalgia. El caudillo que se hizo desde abajo, que surgió del interior profundo y se construyó a sí mismo contra su propio partido, que apostaba todo a Cafiero. Nadie lo eligió como delfín ni lo presentó como antídoto para vencer a nadie. Menem pudo solo. El peronismo de los gobernadores lo llora desde hace décadas, cautivo de un poder central que se asienta sobre el bastión del conurbano bonaerense y convierte a las provincias en un apéndice de una estrategia escrita en Buenos Aires.

El político

Esa potencia inigualable que demostró en campaña no se perdió cuando aterrizó en Balcarce 50, pero el candidato mutó en forma inesperada hasta convertirse en su opuesto. Flota en el aire la frase de Guillermo Vilas que la Historia tomó como una confesión de Menem: “Si la gente que lo votó sabía que iba a tomar las medidas que tomó, no lo hubiese votado”.

Menem no sólo alteró su libreto y dejó las que parecían ser sus convicciones en la puerta de ingreso de la Casa Rosada. También dio muestras de su capacidad política. Una vez que ganó, lo primero que hizo fue llamar a toda la dirigencia peronista que había integrado el espacio de Cafiero y sumarla a su gobierno. Mientras el ultramenemismo clamaba por cortar las cabezas de los rivales internos del riojano, él los convocó a ser parte de la gesta, uno por uno. Cafiero siguió siendo el presidente del PJ, José Luis Manzano continuó como jefe del bloque de Diputados, Carlos Grosso fue designado intendente de la Capital Federal, Carlos Corach se convirtió en su ministro político y José Manuel De la Sota fue enviado como embajador en Brasil. Por debajo de esa línea de notables de la Renovación que Menem se metió en el bolsillo en un instante, una larga lista de dirigentes, entre los que figuraba Felipe Solá, se acopló en masa al proyecto que cambió el salariazo y la revolución productiva por las privatizaciones, la alianza con el capital financiero y el endeudamiento externo. No hubo revancha y todos se incorporaron a un proceso de transformaciones profundas y vertiginosas, difícil de asimilar en democracia.

Menem armó un seleccionado de profesionales para su gabinete con disposición para el sacrificio ante la sociedad para cumplir con una misión que les dejó buenos dividendos. Exhibían la capacidad técnica, la defensa a ultranza del modelo o la lealtad incondicional entre sus credenciales. Corach, Eduardo BauzáAlberto KohanRoberto DromiRodolfo BarraErman GonzálezMaría Julia AlsogaraySusana DecibeAdelina D’Alessio de ViolaJorge TriacaLuis Barrionuevo y tantas personas más que, cuando su tiempo expiró, se retiraron de la política, pasaron a cuarteles de invierno y fatigaron los tribunales. Menem llamaba a sus ministros “fusibles” de una instalación mayor que él había montado y delegaba en ellos con una facilidad que resultaría extraña a quiene los sucedieron: los había convencido hasta lo más íntimo para ser parte de una epopeya que no reparaba en los caídos. El síndrome de la eternidad solo afectó al presidente, que nunca quiso abandonar el poder. El resto fue a parar al archivo de la Historia y se negó a ser comentaristas de la política que habían protagonizado.

El transformista

Menem eligió a Roberto Dromi para diseñar la arquitectura de la reforma del Estado y aceleró con un plan de venta de empresas públicas que se consumó en apenas unos años y cambió por completo la fisonomía del país. Teléfonos, petróleo, electricidad, agua, gas, aerolíneas, medios de comunicación, puertos, concesiones viales; todo lo que pudo venderse se vendió, incluso la estratégica YPF,en un proceso paulatino que arrancó con José Estensoro y terminó con Repsol.

La modernización provocó despidos en masa, pero encarnó en la prédica de una sociedad que hablaba el lenguaje de Bernardo Neustadt. El economista Eduardo Basualdo señala que, durante esos años, se originó una nueva forma de propiedad: las asociaciones de grupos económicos locales con empresas transnacionales que se quedaron con las compañías estatales, en una verdadera “comunidad de negocios”. Grupos de origen nacional como SoldatiPerez CompancTechintMacri Roggio entraron a consorcios con multinacionales en los rubros de las telecomunicaciones, la electricidad, el agua, el gas y las concesiones viales.

Sobre el final del experimento, se consumó un proceso de extranjerización sin precedentes y los grupos locales terminaron vendiendo la mayor parte de sus activos.

Después de varios ministros que le duraron nada en el intento de salir del espiral inflacionario y una alianza fallida con Bunge y Born que había promovido Triaca padre, Menem halló la piedra movediza que le abría la puerta de la reelección permanente. Domingo Cavallo puso en marcha la Convertibilidad y alumbró una era en la que la estabilidad se convertiría en sinónimo del menemismo y llevaría a los líderes de la oposición a no discutir sus preceptos. En paralelo, hubo cambios fundamentales en la estructura impositiva que incluyeron la rebaja de aportes patronales y el aumento de los impuestos al consumo, aceleró la flexibilización laboral y se consumó la privatización del sistema de reparto con la creación de las AFJP.

El programa político y económico de Menem encontraba sustento externo en el Consenso de Washington y jugaba a fondo en un alineamiento internacional que le permitía entrar en el G20 o lo llevaba a venderse como aliado extra OTAN, pero también generaba respuestas cruentas como el atentado a la embajada de Israel y a la AMIA. En el plano doméstico, el riojano le prestaba la identidad del peronismo a las ideas liberales que nunca habían llegado al poder en Argentina por la vía democrática. La Ucedé de la familia Alsogaray se redimió así de su perfil testimonial, se convirtió en opción de gobierno con los votos de las mayorías justicialistas y se diluyó en la fuerza arrolladora del menemismo.

El traidor

El legendario Sebastián Borro me contó hace dos décadas que él mismo planificó matar a Menem. El histórico dirigente del sindicalismo peronista era una leyenda viviente. Había liderado la huelga del Frigorífico Lisandro de la Torre en 1959 contra la privatización que había decidido Arturo Frondizi, había enfrentado a los tanques del Ejército y había ido preso. Fundador de las 62 Organizaciones, Perón lo había recibido en Puerta de Hierro y lo había elegido como embajador itinerante del justicialismo. Miembro del Peronismo Auténtico, ligado a la Tendencia Revolucionaria, Borro defendía una idea del movimiento que Menem vino a profanar sin culpas. No sólo con un programa de gobierno de corte neoliberal que se asumía como la continuidad de la tarea inconclusa que había iniciado la dictadura militar. También, con una serie de decisiones y gestos que iban desde los decretos de Indulto a los comandantes del genocidio hasta el abrazo y el beso con el almirante Isaac Rojas, emblema del antiperonismo visceral, del golpe de Estado y de los bombardeos sobre la Plaza de Mayo. En 1990, electo concejal por el Frente Grande, Borro fue armado a una sesión del Concejo Deliberante, el día que se anunciaba la presencia del Presidente. Algo pasó que no le permitió cumplir su objetivo, pero diez años después, con el país al borde del estallido y sentado en su departamento de Flores, Borro todavía se lamentaba.

Para ese peronismo, Menem era la encarnación de todas las claudicaciones juntas, un daño irreparable que la Argentina no podía permitirse y la Historia iba a juzgar de manera lapidaria, tarde o temprano. Lo mismo consideraban las amplias capas ofendidas por sus políticas, el daño colateral de la epopeya que Menem minimizó y conformaría después una nueva mayoría, germen de una era: los trabajadores estatales que lideraba Germán Abdala, el Grupo de los Ocho que integraba junto a Chacho Alvarez, los jubilados que lideraba Norma Plá, los republicanos anticorrupción que representaba Elisa Carrió, la clase media pauperizada por la recesión, los desocupados que aprendieron a cortar rutas, los agricultores pobres.

En su cruzada mesiánica para transformar la Argentina y aferrarse al poder, Menem pagó costos personales que incluyeron la disgregación de su familia y la muerte de su hijo Carlos junior. Nada lo detuvo, salvo el límite que le puso otro jefe de peronismo, Eduardo Duhalde, que primero amenazó con llamar a un plebiscito en la provincia de Buenos Aires para impedir su segunda reelección y después inventó a Néstor Kirchner como candidato nacional. Jugó hasta el último día para preservarse como el líder del PJ. Lo hizo a contramano de una parte de la Historia que había vivido, pero con una plasticidad única, también aprendida en el peronismo profundo. Dejó huella: dos décadas más tarde, todavía se lo evoca, se lo repudia y se lo llora.

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